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García Márquez, Inagotable
(Donanfer)

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García Márquez, inagotable


Era miércoles en la noche. El lunes había sido la gran fiesta. El temblor, la reticencia, las palabras de los amigos, la voz de García Márquez contando el cuento del cómo de sus cuentos, ante un público entregado a entregarle todo el cariño del mundo. Un millón de ejemplares de Cien años de soledad publicados por la Real Academia Española y una celebración de sus pares como no ha recibido ningún otro escritor vivo. Nada más arduo para él que aquel revuelo y nada más diáfano y alegre. Cayeron del techo miles de papeles amarillos y tantos aplausos como podían caber en el teatro. Luego, cuando se fueron los reyes de España, el presidente de Colombia, el presidente Clinton y el aire que al moverlos cambia nuestro aire, una calma de mar suelto y horizonte claro se instaló en el salón de la casa. El Gabo estaba tumbado en un sillón blanco, vestido de blanco y con el gesto preso de la blanca inocencia que da el sentirse querido y libre al mismo tiempo. El siguiente miércoles salieron para cenar en un sitio cálido y legendario llamado La Vitrola. Estaban ahí varios de los enfiestados de la semana. La mesa se aprieta contra dos ventanas que hacen esquina. Es para ocho comensales, pero resguardó el hambre de diez. El salón da a una calle angosta, como son las calles de la Cartagena colonial. Afuera empezó entonces un estrépito de gallos y charolas provocado por un grupo de músicos que tocaban el vallenato conocido como La gota fría . Vuelto a nacer a las tres de la mañana, don Premio, que hacía un minuto parecía cansado, se echó a bailar a media calle. Uno de los más célebres y viejos compositores de vallenatos, Emiliano Zuleta Baquero, compuso esta canción que trata de dos cantantes que se retan para saber quién es el mejor. "Y cuando me oyó cantar/ le cayó la gota fría" , dice quien se da por ganador. La guaraguacha es un instrumento de metal parecido a un rallador de queso al que se rasca con una suerte de peine inmenso de dientes muy largos. Solo, el hombre que lo hacía sonar, escandalizaba como un baterista con veinte platillos. Había un acordeón que todo lo rige cuando suena un vallenato y varias guitarras chicas y grandes. Cantaba el que podía y todos pudieron. Don Premio bailaba con los brazos extendidos hacia delante y la sonrisa mejor que se le vio en toda la semana. Una sonrisa que por fin resolvía su timidez, desatándola. Y todo el que andaba por la calle se echó al bailongo. Hasta un par de fotógrafos, unos turistas desvelados, los meseros que iban cerrando el lugar y los últimos comensales que iban saliendo al aire tibio de la noche. "Es que esto es lo mío", dijo don Premio y alguien, que bailaba cerca, pensó que todo lo otro también era suyo. Toda la otra celebración, la solemne, la de la Academia, la de sus pares, todo se lo había ido ganando con la música de su propia invención. No porque fuera don Premio, ni porque esa fuera la semana de su fiesta, sino porque es un hombre que está feliz en este planeta y que contagia la sorpresa y el fervor con que vive. Y algo va y viene de la música suya a la música nuestra. Aunque al leerlo, algunas veces nos caiga la gota fría y haya que ponerse a darle vueltas al cómo tenerlo cerca y escribir haciéndose cargo de que algo suyo hay bajo el aire de nuestras alas, aunque nuestro vuelo y nuestros propios ángeles tengan que ser distintos. Difícil y prodigioso ser escritor al mismo tiempo que don Premio. Que me lleve él y me lo llevo yo, vale cantar para vivir cerca de él, sin agobiarse. Nunca está harto de andar en la fiesta de vivir entre los demás, como los demás. No lo he escuchado ni una vez hablar mal de alguien y le tiene paciencia a la tarde, a la música de otros, al tiempo en que firma, en el lugar más inesperado, cientos de libros en una hora. ¿Quién gobernaba España mientras Cervantes escribía el Quijote? ¿Quién Florencia mientras Leonardo se preguntaba cómo volar? ¿Quién reinaba en Viena mientras Mozart hacía prodigios con la música que le cruzaba la imaginación? No importa. Ya nadie se acuerda, nadie siente en su piel ni las guerras ni los desafíos de tales señores. Lo mismo sucederá con García Márquez. ¿Quién gobernaba nuestro mundo mientras él, niño que pinta la pared en su casa de pueblo, periodista, náufrago, testigo imaginario y presencial, marido de Mercedes, genio y cómplice de todos nosotros, lo contaba? Tampoco se sabrá. En cambio, cómo eran los hombres, los peces de oro, las mujeres de lumbre, las piedras, la música, los eclipses, las dichas y desdichas que cuenta el único clásico vivo que conocemos se sabrá para siempre. Y alguien, algún poeta después de la siguiente era glacial, terminará una cena con amigos repitiendo: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
 
Donanfer



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