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Kafka, Traicionado
(Donanfer)

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Kafka, Traicionado Alguna vez, el poeta praguense Rainer Maria Rilke, refiriéndose Al célebre escultor francés Auguste Rodin, dijo que éste era un ser solitario antes de ser famoso; pero cuando la fama por fin llegó hasta él, lo dejó tal vez aún más solo, pues ella "no es sino la suma de todos los malentendidos alrededor de un nuevo hombre". Tal aseveración está ahíta de verdad en el caso de Franz Kafka, otro praguense al que, a diferencia de Rilke y, más aún, del propio Rodin, no le fue dado ver cómo su parva obra se terminó convirtiendo, si bien póstumamente, en objeto de culto, de admiración, de estudio y, sobre todo, en un supremo malentendido. Pues acaso ningún otro autor contemporáneo, salvo Joyce, haya sido editado, traducido, comentado, anotado, censurado, vuelto a editar, traducir, comentar, anotar y censurar como él, para no referirse al abordaje crítico que desde múltiples perspectivas ha padecido su obra, a saber, la histórica, religiosa, psicoanalítica, metafísica, legal, política, socioeconómica, pero también la cabalística, antroposófica, mística, ¡e incluso desde el punto de vista de la ingeniería civil y mecánica, la numismática, la angelología, la heráldica y la culinaria. El desmesuradamente modesto y frugal Kafka, de haber tenido la sospecha de que su incondicional amigo Max Brod no iba a cumplir con su deseo de que sus textos todavía inéditos -nada menos que manuscritos como El proceso, El castillo, El desaparecido (América)- fueran incinerados luego de su deceso, se habría asegurado de quemar él mismo esos papeles, para no correr la misma suerte de su personaje Joseph K., cuya inmolación heroica es opacada al final por la sospecha y el temor de que la vergüenza le sobreviviría. Ahora nosotros, sus sobrevivientes, nos complacemos, pero también nos desconcertamos y laceramos con esa espléndida vergüenza kafkiana. También mi entender, Brod ocupa un lugar junto a Judas, Bruto y Casio en esa llanura de hielo que conforma el último círculo del infierno danteano: el de los traidores. Y, no obstante, ¡bendito sea Brod! La literatura es como la libertad: muchos delitos se cometen en su nombre. Si para Faulkner escribir era una manera de vivir, para Kafka se trataba más bien de una inteligente forma de morir o, si se quiere, de retardar el último tránsito, trasladando (garabateando, diría él) a la cuartilla sus más íntimos sueños, temores, deseos, fantasías, pero no movido por el propósito de alcanzar la para él inexistente trascendencia vital, sino más bien acicateado por la urgencia de fabricar la obra de arte perfecta que, en literatura, consistiría en llegar a plasmar lo inexpresable con sencillez y fidelidad extremas, aun a costa de la propia vida. ¿Y qué es lo que moverá al propio Kafka, nos preguntaríamos nosotros, eso que lo inquieta tanto y que, al parecer, lo habría obligado a dejar pasar la felicidad (sic) por escrúpulos? "Porque solo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa" y "todo lo que no es literatura me hastía", repetía una y otra vez Kafka en sus urgidos Diarios. En el relato que su amigo Max Brod hace de su primera conversación con Franz, lo escuchamos decir: "Condenó todo lo que aparentara ser rebuscado e intelectual, inventado artificiosamente. Lo que para Aristóteles es el motor primero de la filosofía, para Kafka es el impulso originario de la escritura, con la particularidad de que en este lo sencillo le resulta extraño y lo extraño por lo general termina siéndole incomprensible, inaceptable y doloroso. De ese insoportable esfuerzo por ver el mundo en el que le tocó habitar huyó Kafka, describiéndolo. Como apuntaba Hanna Arendt, "Kafka no tenía amor por el mundo como se le ofrecía y tampoco tenía amor por la naturaleza. El deseaba construir un mundo de acuerdo con las necesidades humanas, un mundo donde las acciones del hombre estén determinadas por él mismo y que se rija por sus leyes, y no por misteriosas fuerzas que emanan de lo alto o de lo bajo". De ahíque, en efecto, como atinaba a decir Walter Benjamín, "Kafka es incansable para actualizar el gesto. No obstante, entre tanta mofa y rebeldía, ahí permanecen la pena, la agonía, el decaimiento, la angustia, el dolor, la herida. Esa misma herida rosada del tamaño de una mano que lleva en el flanco derecho el joven enfermo de El médico rural, con gusanos tan largos y gruesos como dedos meñiques, manchados de sangre y retorciéndose en su centro; la herida cada vez más putrefacta en el pulmón de Gregor Samsa, convertido en un monstruoso insecto; esa herida de guerra en el muslo del padre farsante y furioso de La sentencia; para no mencionar las laceraciones de todo tipo, en las mentes o en los cuerpos, que infligen o padecen una legión de personas, animales e híbridos que transcurren por gran parte de las historias kafkianas. No hay duda de que la obra de Franz Kafka, elaborada fragmentariamente a base de orfandad, miedo, escisión, desgarro y desasosiego, es una de las más dolorosas de los últimos tiempos y, seguramente también, de los que vendrán.

Donanfer



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