El Testamento Francés
(Andreï Makine)
Con aroma a Marcel Proust por cada costado (además lo cita al inicio y varias veces en el interior de la narración) el ruso afrancesado Andreï Makine evoca (probablemente ajustándose a la realidad) a su abuela Charlotte y a la madre de ésta Albertine (nombre proustiano donde los haya), francesas que acabaron de la manera más insospechada residiendo en un rincón de Siberia. Makine alterna sus recuerdos de infancia ante ella con el relato de toda su vida, desde su niñez en los inicios del siglo veinte, hasta la segunda guerra mundial, las purgas estalinistas y la muerte de los hijos de Charlotte (entre ellos, la madre del narrador), pasando por los días de violencia y penuria en la guerra civil rusa, donde la entonces jovencita enfermera fue violada por un guerrillero uzbeko. La contaminación en la cultura francesa de principios del siglo veinte que marca la personalidad del narrador está a punto de causarle serios problemas en la Rusia soviética, pero también le da un toque de distinción ante sí mismo y ante los demás. Afirma, por ejemplo, que la palabra zar en letras rusas sólo le evoca al monstruo que la cultura soviética había hecho de su recuerdo, mientras que verla en francés le transmite un mundo de glamour. Refugiado en Francia y ya veinteañero, el narrador recibe una carta de Charlotte en que le descubre que no es su nieto, no es hijo de su hija, sino que fue recogido después de que muriera su madre, una desconocida encarcelada en un campo de concentración por motivos políticos y que fue probablemente violada por un carcelero. La prosa de Makïne fluye con facilidad y resulta agradable. No obstante, si seguimos el consejo de Antonio Machado, de pararnos a distinguir las voces de los ecos... ¿existe algún motivo para leer a Makïne, en lugar de centrarnos directamente en Proust?
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