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Warma Kuyay
(José María Arguedas)

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Don José María Arguedas nos relata tiernamente el warma kuyay (voz quechua que significa, amor de niño) de Ernesto hacia Justina, una juvenil belleza andina que servía en la hacienda de su tío y que sólo tenía ojos para el Kuto, el mejor novillero del lugar.   Ernesto no entendía cómo Justina, con su cara sonrosada, donde se dibujaba unos hermosos labios y unos brillantes ojos negros, podía fijarse en un indio tan feo como el Kuto, de nariz achatada, ojos casi oblicuos y boca ennegrecida por la coca.   Justina era alegre y delicada, mientras que el Kuto era tosco, con cara de sapo. Ella cantaba y él dominaba con el látigo a las vaquillas. Ernesto era el sobrino de uno de los patrones, apenas tenía catorce años y se sentía enamorado de la cholita que rompía el silencio con sus cantos y coqueteos al indio feo. No había ninguna esperanza para él, Justina tenía ojos solo para  el Kuto y por tanto, pronto sería su mujer.  
Pero ni Ernesto ni el Kuto, se habían percatado que otro hombre también miraba a la muchacha. Era Don Froylán, el  otro dueño de la hacienda, quien a  pesar de estar casado y tener nueve hijos,  se creía con derecho sobre la inocente Justina. Un día, cuando se bañaba con los niños en la toma de agua, la violó. 
Con rabia e impotencia contenida, el Kuto se lo contó a Ernesto, quien no podía creer lo sucedido. Don Froylan, el socio de su tío había abusado de Justina, sólo por el hecho de ser su sirvienta.
 Pasada la incredulidad, el chico conminó al indio a tomar venganza, a matar con su honda al maldito que había roto sus ilusiones de niño.   Pero el Kuto no quería hacer nada contra su patrón. Se sentía un indio incapaz de matar a Don Froylán. Tal vez Ernesto cuando grande y recibido de abogado haría algo, pero él no, porque seguiría siendo el novillero de los patrones. Sus odios los descargaba con los animales a quienes golpeaba, salvajemente, quizá pensando que golpeaba a quien había robado la inocencia de Justina.   Resentido y penoso, el Kuto pidió licencia y se fue de la hacienda a otro pueblo, ante el llanto de la tía de Ernesto, que lo quería como a un hijo. 
Desde ese entonces, la hacienda se quedó sin la figura del indio tosco que robaba los suspiros de Justina. Ernesto se quedó en la hacienda, mirando  de lejitos a la musa de su warma kuyay quien olvidaba sus tristezas cantando.



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