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Los Gallinazos Sin Plumas
(Julio Ramón Ribeyro)

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  Con magistral talento, Julio Ramón Ribeyro nos cuenta la historia de Efraín y Enrique, dos niños explotados por un abuelo inescrupuloso, que los obligaba a rebuscar la basura en busca de comida para su marrano.   Cada día, muy de mañana, Don Santos  poniéndose su pierna de palo, despertaba a sus nietos para que salieran a la calle con sus cubos;  en busca de desperdicios para Pascual, el cerdo que engordaba en el chiquero.Cual gallinazos sin plumas, Enrique y Efraín se perdían en la húmeda ciudad para vaciar los botes de basura y escoger los desperdicios que eran el deleite del animal  que se había convertido en un monstruo insaciable. Cada vez, el abuelo  les exigía traer mayor cantidad de comida;  de lo contrario, estallaba en cólera y los llenaba de insultos.   Obligados fueron  a rebuscar  el muladar cercano al mar, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas, en medio de un olor nauseabundo. Allí había suficiente comida para Pascual. Pronto los dos chicos se convirtieron en parte de la extraña fauna que se hundía en el fango para sobrevivir.  
En una de esas idas y venidas  Efraín se cortó el pie con un vidrio. La infección lo tumbó a la cama con fiebre alta  e hinchazón. Lejos de preocuparse, el abuelo lo siguió obligando a  salir de madrugada, pero el dolor y la fiebre lo hizo volver a casa con su hermano. Don Santos lo tiró a la cama y ordenó a Enrique trabajar  por el enfermo. 
Fue en el muladar, donde Enrique encontró a Pedro, un perro escuálido y medio sarnoso, que lo siguió hasta la casa. El abuelo se molestó mucho, pero terminó aceptándolo cuando le dijo que tenía buen olfato para la basura. Desde ese día, Pedro, se convirtió en fiel guardián de Efraín que no se podía levantar por la fiebre. 
Salir muy temprano al  mar, hizo que Enrique también  enfermara. La tos y la fiebre hicieron presa de él y tampoco se pudo levantar. La furia del abuelo creció al igual que el hambre de Pascual. El viejo intentó salir, pero su pata de palo le impedía llegar antes que el camión de basura para rebuscar los desperdicios. Como castigo, dejó sin comida a los chicos enfermos.
Los gritos de hambre del cerdo hizo que  el abuelo levantara  a palazos  a los niños y obligarlos a traer comida. Enrique reaccionó y le pidió que dejara a su hermano en casa. Él sólo iría a traer comida, el perro se quedaría para  cuidar a Efraín.   Al regresar, buscó a Pedro que no respondía a su llamado. Un presentimiento terrible se apoderó del muchacho, cuando Efraín le contó que  había mordido al abuelo. Corriendo llegó al chiquero y vio parte del rabo y  las patas de su perro que devoraba el marrano insaciable. Lleno de ira y dolor inquirió al abuelo por su proceder. El viejo no decía nada; el chico estaba fuera de sí y golpeó con la vara manchada de sangre de Pedro, la cara del abuelo. Arrepentido por lo que había hecho,  lanzó la vara al vacío. Don Santos tocó tierra húmeda con su pata de palo y cayó de espaldas al chiquero donde Pascual lo esperaba ansioso. Por primera vez llamó a su nieto con dulzura, pero Enrique no quería escucharlo. Se fue directamente al cuarto de su hermano y estrechándolo contra su pecho, cruzó lentamente el corralón, rumbo al muladar cercano al mar, para que, cual gallinazos sin plumas, pudieran sobrevivir rebuscando en el fango y la inmundicia.      



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