Un Silencio Para Todos
(Guillermo Solano)
Para Federico la música es todo. Desde niño se había relacionado con el mundo a través del oído y había comprendido el significado de los silencios, los ritmos, los sonidos más insignificantes y remotos. Un día llegó a sus manos un librito de cuentos de Luis Fayad. Se puso a leerlo distraidamente cuando se encontró con la historia de un hombre que intentaba hacer una sinfonía con los sonidos de la calle. A Federico le encantó la idea; no porque no lo hubiera hecho ya, sino porque quería materializarlo, llevarlo a un teatro y compartir, con esos seres tan extraños para él, algo que sentía único y sublime. Sin embargo, los problemas no tardaron en llegar. Se fue quedando sordo. Dejó de percibir lo que para él había sido todo en la vida. La sinfonía estaba inconclusa y Federico estaba deshecho. Se refugió en el alcohol. Iba de bar en bar, emborrachándose solo, maldiciendo su destino, cuando conoció a Verónica, una sordomuda de los suburbios, que lo vio tirado en la calle como un vagabundo. Lo llevó a casa, un pequeño apartamento de origen humilde, donde vivía con su madre y dos niños pequeños, todos sordomudos. Federico aprendió con ellos el lenguaje de los sordomudos. Aprendió tanto y llegó tan lejos en el manejo de los símbolos, que una noche, en la terraza del edificio y bajo el influjo protector de una luna sonriente, inventó la sinfonía completa, hecha sólo de silencios, silencios cortos y largos, fuertes y suaves, graves y agudos. Una sinfonía para sordomudos, que extrenó en el teatro Colón y que fue ovacionada con un ensordecedor aplauso que duró tres noches, porque la gente no quería dejar de aplaudir.
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