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Hambre
(Knut Hamsun)

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Sorprende la inmensa modernidad de esta novela del premio nobel noruego Knut Hamsun, publicada en 1890 pero que no sólo recoge formas literarias que sólo más tarde, fundamentalmente con James Joyce, entrarían a formar parte del común arsenal literario, sino que refleja una manera de pensar más propia del siglo veinte o incluso veintiuno que del diecinueve. (Naturalmente: por contra, hay hoy en día muchos escritores, tan cobardicas ideológica como estéticamente, que encajarían mucho mejor en el diecinueve, o más atrás).
 La historia, en cuatro breves capítulos, se limita a narrar las andanzas por la ciudad de Christianía (una especie de Oslo) de un joven escritor que carece de ingresos, amigos y ocupación, y que es incapaz de pensar en otra cosa más que en el hambre que tiene, entre otras cosas porque posee demasiado orgullo como para aceptar la caridad o incluso reconocer su mala situación ante los demás.
 Hamsun alcanza el subjetivismo propio del siglo veinte a base de llevar a las últimas consecuencias el cientifismo propio del diecinueve. No en vano los críticos consideran la novela como una especie de tratado fisiológico del hambre, que es la sensación omnipresente en el protagonista de la historia y de la que sólo consigue salir en ocasionales y breves rachas que le propicia algún ingreso afortunado. En una ocasión, el narrador-protagonista pide a un carnicero un hueso, diciendo que es para su perro, y trata de comérselo, y se nos describe al detalle y con gran brillantez las sensaciones de repugnancia que ello le levanta. 
 Otro día acepta pasar la noche en un albergue público, si bien pretextando que es un periodista al que se le ha hecho tarde después de una juerga. En el lecho público, el hambre y la debilidad le conducen a un monólogo obsesivo, muy propio del Ulises de Joyce, donde se le antoja haber inventado una palabra (kibuno) a la que tiene que buscar significado, y en el que siempre está presente un fino humor, como en toda la novela. En otro momento se burla de sus constantes idas a la casa de empeños y se declara casi orgulloso de saber que su reloj lo tiene a hora un actor y su abrigo un fotógrafo que lo utiliza como vestuario para sus modelos. También, al ser sorprendido en un solitario arrebato de furia por un atento policía, se dirige a él burlonamente y le pregunta la hora para no comentar nada más que se alegre de ver que el agente sabe lo que tiene que saber. Y en un par de ocasiones, el personaje se dirige a Dios para llamarse sinvergüenza o decirle que él esta seguro de que no existe pero que si existiera se las iba a pagar todas juntas.
 Preludiando el estilo literario propio del siglo veinte, Hamsun salta sin aviso de los tiempos verbales en presente a los pretéritos, utiliza el estilo indirecto para expresar el diálogo del protagonista con otros personajes o incluso las suposiciones de éste sobre las motivaciones que rigen las actitudes de aquellos. Además, no utiliza la raya para acotar las frases dialogadas, lo que produce cierta perplejidad al lector habituado a la ultraabundancia de datos y acotaciones propia de los escritores de esa época.
 Como Celine, Hamsun se vio succionado al final de su carrera por la ideología nazi y acabó muy desprestigiado. Pero hoy en día es una lectura imprescindible para escritores y para buenos aficionados a la literatura con mayúsculas.  Henry Miller, James Joyce, Thomas Mann, Herman Hesse, Stefan Zweig y Paul Auster han bebido en sus fuentes.



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