El Barril De Amontillado
(Donanfer)
El barril de amontillado The barrel of amontillado Cuando llegó el insulto, juré vengarme. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. . -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. He recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas. Después de un momento y sin darle tiempo a que mi víctima pudiera pensar demasiado, proseguí: -Preveo que tiene usted algún compromiso?arriesgué a decir---. Luchesi...podría ayudarme con el barril........Además, amigo mío............las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado. Diciendo esto, Fortunato me tomó ió del brazo. Los criados no estaban en la casa. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas. ¿Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva. Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos? ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...! A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos. -Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Volvámonos. Esta tos carece de importancia. Verdad, verdad -le contesté-. Beba -le dije, ofreciéndole el vino. Los cascabeles sonaron -Esas cuevas -me dijo- son muy vastas. -Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia. -Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón. -¡Muy bien! -dijo. Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Esa tos...Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco. -¿No -le contesté. -Usted? ¡Imposible! ¿Un masón? -Un masón -repliqué. -Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo -Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi.. Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí. En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto. -Cierto -repliqué-, el amontillado. No era ya el grito de un hombre embriagado. . Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. Je, je, je! Sí, el amontillado. Por el amor de Dios, Montresor! -Sí -dije-; por el amor de Dios. Me impacienté y llamé en alta voz: Fortunato! No hubo respuesta, y volví a llamar-¡Fortunato! Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. . Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. . In pace requiescat! Donanfer
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