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Rashomon Y Otros Cuentos
(Ryunosuke Akutagawa)

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Como Mishima o Kawabata, Akutagawa eligió el día de su muerte. Escribió que ese acto postrero fue impulsado por una ?vaga inquietud?. La misma vaga inquietud, conjeturo, que atraviesa toda su obra. El volumen que me propongo reseñar contiene cinco cuentos escritos entre 1915 y 1922. El primero de la serie es Rashômon: la antigua puerta de la ciudad de Kyoto que es ahora una ruina, un depósito de cadáveres. Allí el ex sirviente (reciente desempleado) de un samurai cavila acerca de su futuro ¿Qué opción tiene, además de convertirse en forajido? Su dignidad le impide semejante paso; se rebela contra ésa, su única posibilidad. Entonces descubre la luz de una tea que deambula entre los cadáveres. Mira y ve que esos pobres muertos son despojados de sus pobres posesiones, incluso del pelo, por una vieja decrépita. Un súbito afán justiciero acomete Al (ex) sirviente: el mal lo enfurece. Detiene a la vieja, la amenaza y sólo recibe en respuesta el eco de su propia voz (por citar a Du Gard): No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo, le dice la mujer. El sirviente comprende y se decide al fin por lo inevitable. El segundo cuento es La nariz, una sátira colmada de lirismo: érase un hombre a una nariz pegado, según reza el viejo verso de Quevedo. En este caso el hombre es un monje cuya nariz debe ser sostenida por un discípulo a la hora de la comida. Este monje intenta vivir como si semejante apéndice no le molestase, como si las befas no atravesasen el aire. Pero prueba de todo para reducirle el tamaño, desde orina de ratón hasta uñas de cuervo. Por fin un discípulo le promete la solución y somete la nariz (y al hombre a ella pegado) a una serie de inmersiones en agua hirviente, golpes y pisotones que reducen su tamaño. Es una bella fábula acerca de la identidad y del destino. Le sigue En el bosque: tal vez la joya de la colección. En los años ?50 el cineasta Akira Kurosawa lo filmó bajo en nombre de Rashômon y quizás por eso la confusión (ignoro si hubo alguna traducción con el título que le había dado Kurosawa) de Borges que escribió: ?Así, en Kesa y Moritõ y en Rashômon asistimos a diversas versiones de una misma fábula, referida por los diversos protagonistas?. Porque es en este cuento donde los diversos protagonistas ? siete en total ? narran una parte de la historia y tres de ellos, los directamente involucrados, narran el mismo hecho de manera contradictoria. La anécdota es simple: dos jóvenes recién casados viajan hacia su nuevo hogar. En el camino se encuentran con un hombre (un famoso bandido) que decide tomar a la mujer para sí. Mediante un engaño los conduce a un bosque. El resultado de la aventura es que el joven esposo muere, que la mujer es ultrajada y el bandido encarcelado. Al final el lector comprende perfectamente por qué pasó lo que pasó; pero no sabe qué cosa sucedió. Imperdible. En Kesa y Moritõ reaparece la técnica del punto de vista. Son dos monólogos, presumiblemente simultáneos. Leemos primero a Moritõ, que expone las razones por las cuales va a convertirse en un asesino. Su propósito es matar al marido de Kesa, mujer de la que antaño estuvo enamorado y ahora, ya como amante, desprecia o cree despreciar. Reconoce que no odia a su víctima pero no duda. Se sabe desgraciado y despreciable. Pisa el jardín de la casa donde ha de matar a un hombre, sin convicción y con el sólo propósito de perderse y de perderla. Kesa espera, tensa, la llegada de su amante. También de ella descubrimos las razones y su determinación última. Reflexiona acerca de Moritõ, de su marido, de ella misma. Siente vergüenza, quizás siente miedo, siente, en fin, que es lo único que puede hacer y escucha, desde la cama, los pasos que se acercan. El biombo del Infierno es la última narración y también la más extensa; donde la pincelada psicológica está más trabajada. Yoshihide es un ser despreciable, pero también es un pintor excepcional. Un día recibe el encargo de su señor de representar el infierno en una pintura. Para poder plasmar los horrores infernales, Yoshidide somete a sus discípulos a distintas torturas o sesiones demasiado parecidas a las de tortura. Busca la mirada, las muecas del miedo para poder pintarlas. Este hombre inescrupuloso, sin embargo, tiene una debilidad: su joven hija, que es una de las doncellas en Palacio y que es la única persona a la que Yoshihide ama. No me detendré en las vicisitudes de la trama. Sólo diré que sospechamos, por algunos datos que desliza el narrador (que en algún momento descubrimos es otra doncella), un narrador que es testigo - quizá ingenuo - y que no influye en la trama, pero sí en nuestra lectura, que el señor del palacio codicia a la joven hija del pintor. Y que éste, el pintor, necesita, y así se lo declara al señor, la visión de una carroza abrasada por el fuego para poder concluir su obra. Supongo que mi lector entrevé lo que sucede. La maquinaria trágica del cuento es previsible por ineluctable. La estructura dramática es impecable y cada palabra conduce a ese final que no por previsto deja de ser hipnótico. Juan Pablo Rhodas



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