Harry Potter Y El Cáliz De Fuego
(J. K. Rowling)
Echemos un vistazo al título: Harry Potter y el cáliz de fuego. Si nos ceñimos a la fórmula de los libros anteriores (especialmente a los dos primeros), esperaremos que el cáliz de fuego sea un artefacto mágico que de alguna manera permea la trama, en una de las variantes de la épica del género fantástico: obtención del talismán, destrucción del mismo o ambas cosas (como la Piedra Filosofal del primer libro o la Cámara de los Secretos del segundo). Nada de eso. El cáliz de fuego es un McGuffin como la copa (perdón por la repetición) de un pino. Y nadie puede acusar a Rowling de engañar al lector. Si uno termina la novela y queda defraudado, sólo tiene que releerse los capítulos del Mundial de Quidditch para comprender que el McGuffin estaba preparado desde la primera página y que al lector se le han dado todas las oportunidades posibles para adelantarse a los acontecimientos. Y a Potter también. Exactamente las mismas oportunidades. El lector y el personaje trabajan sobre los mismos problemas con la misma cantidad de información, solo para que ambos se den de cabeza contra la pared (¿Cómo no me habré dado cuenta antes?). Rowling hace gala de una escritura tan retorcida que da la impresión de que bien podría haber escrito ella solita un clásico moderno de la novela negra, pero no lo hace porque considera que esto es mucho más divertido
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