Las Buenas Intenciones
(Max Aub)
Aub define esta obra como ?pastiche galdosiano?. El autor se impone así unas reglas de juego (que siempre tienen algo de limitación) y procura aplicarlas a construcción de la novela. Y la cosa anda bien porque a la historia narrada le conviene ese tono: españolitos cargados de esplín y de queridas, que beben horchata en cafetines y tertulias mientras añaden capa tras capa a la mentira de su vida. Entonces llega una guerra que ha de trastocarlo todo. La idea inicial es buenísima, esas buenas intenciones del protagonista Agustín, ese ?afecto pernicioso? que suele cimentar las peores mentiras: su padre de se hizo pasar por él para correr una aventura, que resultó en un hijo natural. Para que su madre, la pobre Cándida no sufra, Agustín no sólo no desvelará el pastel sino que encima apechugará con la criatura y con la joven madre, Remedios. Pero la vida tiene extraños vericuetos y del trato puede surgir el amor... La novela se lee con agilidad, está llena de viajes: Madrid, Zaragoza, Barcelona... Los años anteriores al conflicto civil son un periodo del que se suele hablar poco, que suscita siempre una intrigante cuestión: ¿cómo se pasa de la paz a la más atroz de las guerras, cuál es el estado intermedio, qué signos se van viendo en la vida cotidiana? En ese sentido la novela se emparenta con la maravillosa Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez, y un poco más tangencialmente con El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. Concebida (según parece la escribió en un mes) como un descanso entre las sangrías de su Laberinto Mágico, poco debió sin embargo descansar el pobre Max Aub con esta obra, ya que estalla la guerra y entra en la novela todo el caos espantoso de su obra magna. Curioso cómo a partir de ese momento el estilo galdosiano, tan logrado hasta entonces, salta por los aires, como si, arrastrado por los acontecimientos, el autor no pudiera ya entretenerse en minucias formales. En las escenas bélicas hay esa misma tristeza y absurdo y miseria y sangre de su Laberinto. ¡Y qué tristeza cuando se habla de ir a Alicante donde, según se rumorea, podrán embarcar! Imposible no acordarse del gigantesco marasmo del Campo de los Almendros, la gente suicidándose desesperada por unos barcos que no llegan, que no llegarán jamás... En ese sentido el libro es un poco como una ?ramita? extraída al Laberinto, algo que podía haberse repartido entre el primer y el sexto volumen (pre y post guerra inmediata), pero que no aceptaba ese tratamiento separado. A Aub le dolía España, el pobre, y está claro que escribía para no morirse, para explicarse interminable como un Sísifo algo que no tenía explicación, para contestar a tanta versión oficial y al aislamiento terrible del exilio... El libro no carece de inquina, de bajos ajustes de cuentas, pero hay también un análisis muy fino del temperamento hispánico (por ejemplo el risible viaje de novios que hace la pareja, deprisa y corriendo). Agustín Alfaro es, simbólicamente, una generación que quedó malograda por la guerra civil pero que fue también en algún grado la causante del conflicto, una generación que produce ambivalencia de sentimientos por su nobleza instintiva mezclada con la más absoluta pusilanimidad y despiste vital. El libro concluye con la generación siguiente, un niño bastardo ?que promete?, el futuro de un mundo cimentado sobre mentiras. Tal vez no hacía falta un cierre tan ?redondo?, pero es lo de menos, cuenta la exposición, el trazado, los personajes que Aub era capaz de hacer creíbles y vivos como nadie, su habla local, sus situaciones tan, ay, reconocibles aún hoy.
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