El Vicario De Wakefield
(Oliver Goldsmith)
Entrar en El vicario de Wakefield, vivirlo como se merece, supone aceptar de partida toda esta serie de incoherencias polvorientas, con un cierto tufo a formol de las academias de Historia, como puede ser esa irritante resignación social, compartida por ejemplo con su coetánea Jane Austen, que ve en las desigualdades e injusticias algo connatural al hombre, inamovible como las partes de un árbol, y que para alcanzar el final feliz se ve forzado a recurrir al rico heredero de turno, al millonario de pronto bondadoso. Para colmo, el protagonista del libro es un vicario caído en desgracia que busca sacar adelante a su familia, y resulta mucho más inverosímil escuchar estos pensamientos en él que en los personajes de Austen, cuyas vidas transcurren entre algodones y rentas familiares. Lo asombroso es que este ejercicio resulta no sólo posible sino también muy grato. Poco a poco se descubre una secreta sabiduría en la elección narrativa de la primera persona, la del autor que busca lanzar dardos secretos sobre su tiempo, y además se trata de un libro construido a golpes de pura gracia. Goldsmith parece tener siempre un ojo puesto en el entretenimiento que algunos llamarían ?popular?, y no teme acumular eventos a ritmo de folletín que acaban sumiendo la historia en un ambiente casi psicodélico. Le beneficia también una estructura sólo en apariencia ortodoxa, con sus epígrafes moralizantes al antiguo modo, pero en realidad cercana al collage, con la inserción de baladas, paréntesis reflexivos, inesperadas bifurcaciones de la trama que varían el ritmo con gran efectividad. En este sentido, uno de los grandes momentos es cuando nuestro ex vicario sale en busca de su hija descarriada y por el camino se enferma tanto que al recuperarse se diría que se le ha olvidado completamente que tenía una hija. Entonces mantiene una sesuda conversación sobre política con un desconocido en una posada, luego ambos se unen a una trouppe de teatro ambulante, y en una de las representaciones el actor principal resulta ser otro hijo descarriado al que todos creían estudiando, y que, arrepentido de su conducta al descubrir su padre, decide alistarse en la marina (!) Todo esto contado con un aplomo sabio, de partida de cricket del domingo. La novela sabe además ser sutil con el tema de la maldad, siempre bordeando la frontera de lo risible, pero sin traspasarla, y esa es su grandeza: el señorito lujurioso que para seducir a las muchachas escenifica matrimonios con un cura falso es de una audacia digna del Marqués de Sade. Resulta comprensible que una obra tan original, tan única en su especie tras la hojarasca convencional, se conserve tan saludable con el paso de los años. Por definirla en pocas palabras, su gran arma es el humor. Y no parecerse a nada.
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