El Rey Lear
(William Shakespeare)
Buscando la tranquilidad en sus años últimos, el Rey Lear reparte las dotes a sus tres hijas y las promete con buenos partidos. Tres futuras mujeres del César de las cuales dos parecen buenas y la otra tiene la desdicha de sólo serlo. Lear yerra en el juicio y destierra a Cordelia, por el único delito de preferir el verdadero afecto a las presuntuosas galas de la elocuencia. Drama viejo como el mundo. Pero la equivocación en un gran hombre tiene consecuencias grandes, y Lear verá pronto cómo su decisión de retiro del mundo es acatada por sus hijas Gonerila y Regania con un fervor que desafía sus mayores expectativas. Despojado, escarnecido, vilipendiado y atormentado por su injusticia hacia Cornelia y el Conde de Kent (conmovedor este personaje con su fidelidad por encima de todo, incluso después de caer en desgracia), Lear acaba por perder la razón. Así como en Julio César la ausencia del líder era el nudo central de la trama, aquí la locura de Lear, esa otra forma de muerte, se instala casi desde el principio, y sus efectos se hacen notar en seguida, exponencialmente, como en un cataclismo. Cunde el caos, los partidismos, las traiciones. Un drama sobrecogedor ?palabra un poco gastada, pero aquí más justa que nunca- sobre la condición humana, las miserias de la vejez y los finos límites que bordean la locura, un límite a menudo decidido de manera arbitraria interesada. También es una de las pocas obras de Shakespeare con una tremenda, explícita escena de tortura, que resalta aún más su filiación directa, descarnada, brutal, con lo más profundo de la tragedia griega. Shakespeare nunca repite sus encantos, pero esta obra es de esas que tienen un brillo especial, un lugar aparte de oscuro talismán de muerte. Igual que Macbeth es única, igual que Hamlet es única, igual que El mercader de Venecia es única... En realidad Shakespeare es siempre único.
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