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El Dhamnapada. La Sabiduría De Buda
(Buda)

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Una especial cautela, una

humildad adicional debe por fuerza presidir cualquier

comentario occidental a un texto sagrado búdico; siglos
de

tradición grecolatina no pueden haber pasado en balde,
y en

casos como este pesan. El Mediterráneo, mar fértil, es

también espejo reacio al vuelo en su seno de la
metáfora,

que tiende siempre a mirarse con un aire de culpable

ligereza en una cultura que dio a Pitágoras, a
Arquímedes,

a Descartes, al métrico Leonardo. Exégetas de nombre

anglosajón o francés advierten reiteradamente de la

imposibilidad de aprehender por entero desde el Imperio
de

la Razón (el nuestro) toda una forma de vida que se

organiza en torno a valores muy distintos. Cuánto mayor

será esta incomprensión cuando el estudio se reduce a
uno

de sus productos aislados, a un único texto.

Hecha esta salvedad, es sin embargo posible señalar

aspectos comunes, una misma brújula humana imantada
hacia

el ethos. Las enseñanzas de Buda son mucho más que un

código de conducta, pero son también eso. La meta es la

realización, el buen gobierno del yo, eso que Séneca
intuyó

bajo el nombre de ley natural.

Los medios son bien distintos. Buda propone la ascesis,
la

vía metafísica de la anulación del ser. El conócete a
ti

mismo griego se convierte aquí en un ?vacíate a ti
mismo?,

intolerable para la mentalidad occidental, tan ahincada
en

su dudoso patrimonio del yo individual.

Vacíate a ti mismo y el universo entero pasará a tu
través.

Se trata de un desideratum, sólo accesible a unos
pocos, y

que requiere vigilancia, renuncia, disciplina, esa

inolvidable metáfora de la barca aligerada de los cinco

pesados fardos de los sentidos.

Esta travesía requiere también un maniobrar valeroso.
Buda,

el Despierto, apela a ello con argumentos metafísicos:
una

visión consumada del tiempo de su inicio al fin, la
rueda

de las metamorfosis en la que todo nace y perece, donde
el

yo es sólo una entelequia, mezquina cuando se obstina
en

aferrarse a pasiones y deseos. Para el lego la doctrina
de

la reencarnación tiene siempre algo de gratuito y

fatalista: resulta insoportable al Homo Faber estar

encerrado en un ciclo al margen de sus esfuerzos y sus

logros, donde él no es nada, una nada por si fuera poco

abocada a repetirse una y otra vez en vertiginosas

metamorfosis. Pero falta quizás decir que, con ese
carácter

paradójico connatural a las religiones, el instrumento
que

Buda propone para la negación del yo no es otra cosa
que el

propio yo. Véncete a ti mismo como fuente de pequeñez y

anhelos siempre unidos al dolor. La pasión es como esa

lluvia que entra en las casas con el tejado mal puesto.
Uno

es como el jinete de un elefante de combate, el propio

cuerpo: y hay que domarlo. Controlar la ira de la mano,
del

pensamiento, de la lengua, como el jinete que embrida
un

carro a toda velocidad. Quien no lo hace así no
conduce:

sólo sujeta las riendas.

Anhelos, máximas que no sonarán extrañas al ferviente

estóico, ni al bostoniano riguroso y pragmático, ni a
un

practicante de ejercicios ignacianos o un lector de
Teresa

de Ávila, por poner unos pocos ejemplos disímiles de
este

lado del mapa. La cosmovisión se escapa, es cierto, nos

falta haber nacido en el Oriente fragante y sensual.
Pero

una misma pregunta nos vincula desde tan lejos: ¿qué
hacer,

por qué tanto dolor? El Despierto propone su respuesta,
que

es justa por estar tan llena de ese criterio tan
lateral,

tan ninguneado e incómodo para el científico de La
Sorbona

o Cambridge: la belleza.



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