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El Ultimo Trayecto De Horacio Dos
(MENDOZA;EDUARDO)

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Por lo visto a Eduardo Mendoza le pasa con la literatura lo mismo que le pasaba a Pablo Picasso, que la pintura era su violín de ingrés. Que, cuando se cansaba de pintar, se ponía a? pintar.
Es como una segunda línea, un divertimento, lo que lleva a cabo Eduardo Mendoza en estas disparatadas e hilarantes novelas de ciencia ficción, que yo creo que son de Picaresca Ficción.
Es un humor gamberro e iconoclasta, zumbón, que en los mejores momentos nos recuerda la cachaza marxista de Groucho.
Y aunque el mundo futuro no sabe mucho de nacionalidades, el ambiente general de chapuza y componenda que emana de estas naves renqueantes y de esas estaciones espaciales con aluminosis es delatoramente español.
Por lo demás la coña está servida. Que las estaciones se llamen, por ejemplo, Derrida o Aranguren es más que un guiño al lector, porque ambas hacen aguas por doquier y ?literalmente? se están vaporizando en el éter?
Mendoza ha preferido adoptar el pie forzado del informe oficial, que es lo que este alucinante Horacio Dos escribe para la superioridad mientras navega por el Espacio Helicoidal (no sujeto a las reglas euclidianas) hacia un improbable horizonte interestelar en una nave poblada por una tripulación patibularia que hace de su capa un sayo, una comunidad de Delincuentes, otra de Mujeres Descarriadas y una tercera de Ancianos Improvidentes. La astronave está tripulada por este Horacio Dos, formado en la escuela de mandos de Villalpando, que por cierto confía en que este sea el último viaje de una carrera bastante caótica y acceder, como todo buen funcionario de escalafón que se precie, a un retiro anticipado con el sueldo completo.
Mientras escribe este grato informe el lector puede darse cuenta leyendo entre líneas de la insubordinación explícita de casi toda la tripulación, de las coñas marineras que se gastan a costa del comandante así como de la catadura moral de éste. Acaparando las pocas bebidas alcohólicas de marca que quedan en la nave, tirándole ostensiblemente ?y sin grandes resultados? los tejos a alguna descarriada de buen ver, etc. Por lo demás el resto de los mandos son de parecido jaez, como el médico Agustinopoulos que se dedica a traficar con los fármacos del botiquín o a producir licor casero en el laboratorio de la nave.
El navegante tiene un concepto completamente empírico y aproximativo del cálculo infinitesimal, con lo que la nave va dando tumbos por el Espacio Helicoidal, siguiendo un rumbo errático que no lleva a parte alguna.
Como el control de los stocks de la nave es también imprevisible periódicamente se quedan sin alimentos, medicinas, combustible, por lo que tienen que acudir a una red de estaciones espaciales tan eficientes como la propia nave. Tras apontajes chapuzeros que dejan la nave ?y a veces la propia estación espacial? fatal de chapa y pintura, desembarcan en estaciones espaciales que tienen más que ver con la piratería sideral que con el estatus definido por la Confederación Interestelar.
Para conseguir los materiales necesarios tienen que recurrir al trueque y hasta la trata de blancas.
Cuando llegan a la estación Derrida (ya antes habían tenido malas experiencias, huyendo por piernas de la Fermat IV) descubren un mundo de oropel regido por una aristocracia anacrónica. Nada será lo que parece y la huída, tras episodios rocambolescos, será con el rabo entre las piernas.
Entre ires y venires el buscón llamado Horacio Dos bebe los vientos por la señorita descarriada llamada Cuerda que, entre tanto, prefiere hacérselo con Garañón, uno de los segundos de a bordo.

Puede ser el futuro casposo y chapucero? Pues sí, mientras España siga siendo una unidad de destino en lo sideral, como aquí se sugiere.
Parte del estado de general malfunción proviene de la decisión tomada al final de la Era Etnológica, de congelar la tecnología en un determinado estadio, a fin de impedir la destrucción total de la tierra.



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