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Diario Del Año De La Peste
(Daniel Defoe)

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Entre la novela y la crónica, sin afan de sistematizar, sin división siquiera en capítulos y sin atenerse a una cronología ni a un orden temático ni de otro tipo, Daniel Defoe realiza un escalofriante relato de la epidemia de peste que asoló Londres en el verano de 1665 (cuando él no tenía más que cinco años) desde el punto de vista del personaje de un comerciante que decide quedarse en la ciudad por razones morales y que lo cuenta, según aclara, más en calidad de orientación de los actos de sus posibles lectores que de historia de los suyos.
La descripción de los horrores y peculiaridades del comportamiento humano en aquella situación excepcional es verdaderamente brillante y se consiguen párrafos de impresión, aunque siempre queda la duda de en que medida son creíbles sus relatos, dado que el autor parece dejarse llevar demasiado por rumores populares. La narración, no obstante, está acompañada de los datos oficiales de número de muertos en cada semana de epidemia (hasta alcanzar un total cercano a los cien mil), de las normas que se emitieron para luchar contra la epidemia y otros documentos.
El narrador discute sobre todo la terrible norma que obligaba a cerrar una casa, con todos sus habitantes dentro, sanos y enfermos, en cuanto se declaraba en ella un caso de peste. Considera que además de cruel, era una medida poco efectiva, a pesar de que se colocaban guardias a la puerta, pues la mayoría de las viviendas tenían muchas salidas y era imposible controlarlas todas, de manera que muchos infectados salían despavoridos e iban a contagiar la enfermedad en otro lugar mientras que otros quedaban sanos, exasperados, condenados a un más o menos tardío contagio de sus criados, sus amos o sus familiares.
Defoe describe con detalle los efectos físicos de la enfermedad y el dolor y la desesperación que producían en los enfermos, así como la escasa eficacia de los remedios en la mayoría de los casos. Dice que las hinchazones que aparecían en los enfermos eran tan dolorosas como la más refinada de las torturas y que algunos, incapaces de sufrirlas, se arrojaban por las ventanas o se suicidaban con armas de fuego mientras que otros se desahogaban rugiendo sin cesar y hacían que se escucharan por las calles los lamentos más desgarradores. Habla de personas que se desplomaban muertas en las calles, de niños vivos que mamaban de los pechos de sus madres que ya estaban muertas. cuenta que un hombre amarrado a su lecho, al no poder hallar otra manera de liberarse, lo incendió con su candela y se quemó con él.
Defoe dice haber detectado una inclinación demente en los enfermos a contagiar adrede a los demás, desesperados al verse condenados por la infección. Cuenta también que el miedo al contagio provocaba curiosas escenas en el comercio cotidiano, de manera que en el mercado de la carne el cliente no tomaba la pieza de manos del carnicero sino que la cogía él mismo de los ganchos y el carnicero no tocaba el dinero sino que lo hacía poner en un pote lleno de vinagre. Cuenta además que los compradores llevaban siempre calderilla con el fin de poder juntar cualquier suma desigual, para no tener que recibir cambio.
También se relatan las precauciones que se tomaban para enterrar a los muertos y hablan de que cavaban hoyos a distancia de los cadáveres y luego los arrastraban a ellos por medio de largos palos con ganchos en sus extremos, y que luego les echaban tierra arrojándola desde la máxima distancia posible.



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