La Casa Encendida
(Luis Rosales)
La casa, como tan bien explica Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano, y como, aunque desde un prisma muy diferente, se encarga de recordarnos en el prólogo de este libro Julián Marías, es una de esas imágenes poéticas de perenne validez, símbolo universal de la propia persona, de la individuación, de la mismidad. al igual que el mar, al igual que el fuego o la luna, a todo hombre le es dado conocer en su vida una casa, siquiera idealmente. De ahí su inagotable fertilidad, su capacidad de evocación sugestiva en las capas más profundas del ser. En este hermoso libro, el poeta Luis Rosales nos propone una lectura de esa imagen primordial que ahonda en las relaciones (problemáticas) entre conciencia y memoria, entre el ser y lo sido. El poeta regresa a la casa de su infancia y la encuentra vacía, y a la vez repleta de ese latido inmóvil, anhelante, que guardan los seres y objetos queridos, los lugares donde se desenvolvió nuestra existencia. Silencio-elocuente, una antinomia de difícil resolución por la que Rosales pregunta, se pregunta, en busca de una conciliación de contrarios en la que se juega su propio destino. Al final, la indagación se resuelve en un alivio agradecido y resignado. Como lo saben algunos físicos y todo buen poeta, el tiempo no es lineal ni sucesivo; ?la muerte no interrumpe nada?. La integración se produce: la casa está encendida. Esta operación poética de búsqueda se encauza en dos vertientes paralelas, importantes en igual medida, que son un poco el ?pulso? que anima el libro. Por un lado, el recuento de la experiencia, la anamnesis de momentos cruciales despertados por los ecos de la casa, y cuyo alcance, trascendiendo las fronteras del tiempo y el espacio, se extiende hasta más allá de las lindes del propio ser: la feria en que su padre conoció a su madre (quizás uno de los momentos más hermosos del libro), o la rememoración del amigo muerto, Juan Panero, emocionante por su poder evocativo y su valiente, desesperada negación de las convenciones del tiempo: en un cuarto que les conoce a ambos, alguien que ya murió está meciendo a un hijo que todavía no ha nacido. La otra vertiente es por fuerza el instante presente del ser, la atalaya desde donde se mira y se hace balance. Presente en este caso hierático, entregado al puro asombro de constatar una memoria en las cosas. Asombro que a su vez es esperanza, hilozoísmo que decide un rumbo, negación de la muerte de lo inanimado. Aquí Rosales alcanza, a mi modo de ver, uno de los logros más originales de su poesía, lo que confiere a sus versos un carácter hondamente personal: escapando a la fácil tentación de trazar un ?inventario? comparativo entre presente y pasado, un balance del tipo cualquier tiempo pasado, etc, el poeta se extasía ante los oscuros movimientos fantasmales a que da lugar su llegada a la casa. Moviéndose por un reino de una sutileza inaprensible, dificilísima, Rosales intenta una especie de ?fenomenología? de la nostalgia y el recuerdo atendiendo a lo presente, a lo físico, a lo fisiológico incluso. Y lo hace, es hora ya de decirlo, armado de una capacidad poco común para la imagen y la analogía: ?Te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida/ y has mirado tus libros como miran los árboles sus hojas?. A veces con ecos juguetones, casi ramonianos, otros de una fulgurante intuición surrealista: ?(el dolor)llega a nosotros iluminándonos/ deletreándonos los huesos?. Estos ejemplos dan cuenta de lo mejor de este libro y quizás también de lo peor: una reiteración excesiva hacia el final del recurso al ?como?, al ?como si?, que unida a la estructura salmódica da en ocasiones una cierta impresión monótona, mecánica. Así mismo, se observan ciertas caídas del tono poético en versos prolijos, de paso, de retoricismo que explica, riesgo siempre presente en la poesía que busca lo llano, lo coloquial sin tramoyas. Aunque quizás son sólo hiatos, tomas de aire necesarias antes de cada nueva, intensa zambullida en el misterio poético de una madera que duele, de una oscuridad que crece como sangre.
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