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Abel Sánchez
(Miguel de Unamuno)

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Unamuno parece construir sus novelas en el interior de la caverna platónica, en un mundo de vaguedades al margen del real. Sus narraciones, se llamen o no nivolas, no realizan ?o lo hacen muy pobremente? esa reproducción de la experiencia sensitiva del individuo sobre la que se asienta el género. Al eliminarse los datos circunstanciales, se anula completamente la sensación del paso del tiempo y entonces, a pesar de que a menudo se nos dice que han transcurrido muchos a os y que el que era joven ahora es viejo, el lector no lo siente como tal. El sutil juego de ideas que pretende el autor queda estéril por su falta de habilidad y su desprecio por el arte de fabular.
Aquí encontramos la historia del pulso ideal que llevan a cabo dos "entidades personajiformes", Abel Sánchez y Joaquín Monegro, sobre los que Unamuno planta la vieja leyenda bíblica de Abel y Caín, prototipo de la envidia, que es para el autor el mayor pecado nacional.
Ambos son amigos desde niños, casi hermanos. El primero decide ser pintor y el segundo médico, y así lo hacen (en el mundo novelístico de Unamuno decidir y llevar a la práctica es casi lo mismo, no ocasionan ningún conflicto). Joaquín-Caín no puede evitar sentirse siempre envidioso de Abel-Abel: parece renunciar a su propia iniciativa y todo en su vida lo hace o deja de hacer en función del otro y creyendo que el otro le está humillando a propósito con su éxito y su buena fortuna.
Abel triunfa como artista y se casa con la mujer que quería Joaquín. Éste triunfa también como médico, aunque no en el terreno de la investigación como él hubiera deseado (esta demasiado pendiente de Abel como para hacer grandes esfuerzos), y se casa con otra mujer casi a bulto. Las envidias, los celos constantes que Joaquín mantiene disminuyen cuando Abelín, hijo de Abel, demuestra interés por la profesión médica y simpatías hacia él y antipatías hacia la forma de ser bonachona y sin rencores de su padre.
Joaquín toma a Abelín como discípulo y le empuja a carsarse con su hija. Es así como nace Joaquinito, nieto de Joaquín y Abel, quien desde pequeño demuestra más cariño por el abuelo Abel que por el otro. Esto vuelve a desesperar a Joaquín, que estalla de celos delante de Abel y llega a cogerle por el cuello, con lo que provoca que el enfermo corazón de Abel falle. Poco después llega también la hora de la muerte de Joaquín, y desde la cama afirma haberse curado de sus envidias y lamenta haber perdido su vida por la obsesión que le ha dominado.
Entre los puntos positivos de la novela, está la correcta descripción de los sentimientos de envidia de Joaquín y la calma y buena voluntad de Abel (siempre sobre el superesquemático marco de la nivola unamuniana).



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